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Cuando regresamos a Madrid, pasados quince años, quise enfrentar ese dolor enquistado.Decidí visitar a Carmen su querida madre. Y hablando con ella, pude comprobar como su pena se aliviaba a medida que me relataba los últimos días del hijo.
Reanudó la vida con sus padres y poco a poco parecía que su destino tomaba mejores derroteros. Se transformó en su inseparable acompañante. Con ella recuperó la Misa e incluso, unos días antes del trágico accidente, accediendo a la súplica materna se hincó de rodillas ante un confesionario y recibió la abandonada Comunión. ¿Presagio?.
Su coche recién comprado, que la imaginación y el recuerdo de las noches en nuestro balcón pintán de rojo, terminó sus días y los de mi amigo contra un enorme camión. Sin que nadie pudiera discernir culpabilidades.
Incapaz soy de transcribir la emoción y el sobresalto que me ocasionaron aquellas palabras de Carmen. Desvelaron para mí el final de una auténtica amistad. Pensé y continuo pensando en esa misericordia de un Padre que sale al encuentro de sus hijos alejados, para atraerlos a su lado antes de la última partida. Y continué rezando el Avemaría, pactada entre los dos. durante muchos años más. No recuerdo cuando la abandoné. Quizás, cuando empecé a sentir la necesidad de que fuese él quien rezara por mí.
Muchas hojas de calendario y de árboles a mi alrededor, desde que ocurrieron estos hechos y sin embargo, aun me entretengo en imaginar que, apoyado en una barandilla celestial, Julio sigue manteniendo conmigo esa amistad que nunca debió quebrarse. Continua siendo mi amigo, el primero que tuve y al que hoy relataría historias bien dispares a las de aquella inocente colegiala. De todas formas, ¡necia de mí! que, totalmente ensimismada en mis primeras experiencias amorosas, no supe comprender que lo que comenzó como una verdadera amistad con aquellas confidencias nocturnas se transformaría, sin yo quererlo, en algo que trastornaría su vida, ocasionándole un dolor que con toda mi alma hubiese deseado evitarle.
Y de qué manera necesitaría ahora un balcón a la calle O'Donnell desierta, en una noche llena de estrellas y un amigo cómo aquel que me devolviera la identidad de mis quince años.
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