AMIGOS

30 diciembre, 2005

Despedida

Por fuerza tengo que, este treinta de diciembre, parar y escribir algo, a pesar de los agobios que me aguardan.
El se va y no debo dejarle ir de esa manera. No se ha portado bien conmigo porque lo que a ellos les hizo me lo hizo también a mí. pero definitivamente se marcha y quiero mostrarle mi sonrisa. No es mi costumbre aventar rencores, cada uno cargue con su cesta: La mía ya va repleta, sólo queda un huequito para decirle adiós y seguir adelante.
"Año Nuevo, lucha nueva", que recomendaba un santo muy sabio.

¡Feliz 2006!

19 diciembre, 2005

El dia que aprobé Castañeda. In Memorian de mi padre


"La de ayer, 18-VI-59, fue una fecha gloriosa: ¡aprobé Castañeda!".
Sí, porque cuando estudiábamos Económicas en la Universidad Central, aquel añejo caserón de San Bernardo, no se trataba de aprobar o suspender la Teoría Económica de segundo, allí aprobábamos o suspendíamos Castañeda.
Leyendo un viejo cuaderno, acabo de encontrar lo que escribí cuando sucedió tal acontecimiento y me decido a transcribirlo por si aún existe alguíén, por estas "latitudes", que haya pasado por semejante trance y podamos compartirlo.

"Me emocionan las atenciones de mis compañeros y ayer las recibí a montones. Me encontraba, como siempre, bromeando con ellos cuando me enteré que la próxima en entrar al "aula de la perdición" sería yo. Como la primera vez que pasé el escrito y llegué al examen oral, me entro un espantoso temblor y comencé a decir que no me presentaba. Alejandro y Josefina me subieron del bar una enorme copa de coñac y, aunque no me gustaba nada, me la tomé de un trago a pesar de los consejos de la mayoría. Ignoro si lo del coñac es una costumbre institucionalizada para enfrentarse a Castañeda o si Alejandro estuvo en mi primera derrota, recordó el efecto que la bebida hizo en mí en aquella ocasión y decidió repetirlo. El caso es que me sentó de maravilla. Casi olvido el examen hasta que ví salir del aula a José y su cara me dijo el resultado de su prueba. Ni siquiera pude consolarle porque no tardó la voz de Nieto en anunciar mi apellido. Me levanté como impulsada por un resorte y atravesé aquel umbral con más energía que la de cualquier militar dispuesto a ganar una dura batalla.
Nieto (profesor ayudante) se acercó a mí con la primera pregunta:"Equilibrio en el consumo temporal". Tuve suerte porque la había repasado la noche anterior. desarrollé la pizarra en cinco minutos y no tardó Don José Castañeda en aproximarse al lugar de combate. Me atacó con algunas pegas y preguntas que fuí repondiendo y, sin casi darme cuenta, me encontré escribiendo la segunda pizarra: "Resolución gráfica del duopolio". Esta no la tenía reciente pero la pizarra me quedó perfecta, tal y como me la había enseñado el gran profesor particular que en la facultad siempre se recomendaba a los sufridos alumnos de Castañeda. Volví a tener suerte porque Nieto, después de examinar detenidamente lo plasmado con la tiza, dijo:"puede irse", lo que suponía mi aprobado. De inmefiato pensé en mi profesor: ¡al fín, Goyo!.
Mi aprobado resultó un poco pasado por agua; en primer lugar porque suspendió a mi mejor amigo y en segundo lugar por el comportamiento grosero de Castañeda que empleó su más cruel ironía en atacar a los profesores particulares y a los incautos alumnos que, según él, caíamos en sus garras. ¡No hay derecho!."

Hasta aquí lo escrito hace casi medio siglo.Pero, cuando van a cumplirse diez años que se fue mi profesor y sus restos descansan en el cementerio de la Almudena, se me ocurre pensar en la paciencia que tuvo conmigo y en el mal ejemplo que dí a sus alumnos. Claro que yo venía de Letras. De todas formas en estas líneas, escritas en un cuaderno ya amarillento y compartidas con Curvas de Demanda e Integrales, que nunca pude imaginar colgadas en una página como ésta, late de manera explícita e implícita su nombre, su persona y todo ese amor que supo derramar en sus hijos -más tarde también en sus nietos- sin zalamerías ni adulaciones, pero con preocupación y entrega hasta el fín de sus días, Y tal como era con nosotros lo era también con todo el mundo, en especial con sus alumnos. Por eso tuvo tantos y tan queridos; por eso la parroquia de San Juán Crisóstomo estuvo tan repleta de hombres y mujeres que fielmente le recordaban en su funeral. Por cierto, no supe reconocer a nadie, tenendo la seguridad como tenía de que muchos de los que conmigo estudiaron, no podían perderse la última y magistral lección de mi padre.
¡Descansa en paz, papá!, y perdóname por tardar tanto en aprobar Castañeda.

16 diciembre, 2005

Había una vez un bedel


Había una vez un bedel

Ayer recibí una llamada, corta pero intensa. Era Justo.
Esos diez minutos fueron como una rúbrica en una papeleta de examen : Sí, lo he vivido. No ha sido producto de la imaginación, ni de la memoria distorsionada. Mis años de universitaria existieron con sus pros y sus escasos contras.
Lo mejor de todo aquello fue la existencia de esa persona que llegó a ser una institución en aquella facultad de Económicas, incoada en la Universidad Central de la calle de San Bernardo, donde se respiraba un aire familiar y de compañerismo que dudo mucho se pudiera trasladar, con la inauguración de estos estudios, a Somosaguas. El de San Bernardo era un recinto con ese halo de sabiduría, conocimiento y respeto que imprimieron cuantos pasaron por sus aulas, añejas y cuarteadas por los años de aprendizaje y enseñanza que albergaban.
En ese tiempo, no se podía concebir tal Facultad sin dos personajes especiales y contrapuestos: Justo Jimenez y Castañeda. Este por su dureza y adusted. Pasar por su cátedra era como pasar el oro por el crisol. El afortunado alumno que superaba esa asignatura, Teoría Económica de segundo, por muchos que fueran los suspensos acumulados en adelante, nunca dejaría paso al desaliento. Un aprobado en Castañeda era el pasaporte a un final feliz de carrera.
Pero Justo era otra cosa. Alguien a quien recurrir en todas las encrucijadas. Siempre estaba “ahí”

Aquel cuartito de bedeles rebosaba a diario de alumnos suplicantes.
Te faltaban apuntes: Justo.
Te sobraban problemas con algún profesor: Justo
Necesitabas información: Justo.
Perdías algunas papeletas: Justo.
Recomendaciones: Justo
Dinerillo para algún imprevisto: Justo
En aquel cuartito de bedeles se encontraba la solución a la mayoría de agobios universitarios.

Solíamos asaltarle al vuelo por las galerías de la Facultad; siempre corriendo de un lado para otro, cargado de papeles. Y aquel rostro serio y casi malhumorado, con el que parecía recibir nuestras constantes peticiones de auxilio, todos conocíamos que no era nada más que una simple máscara para no manifestar lo encantado que estaba de poder ofrecerte su ayuda y de que tú se la pidieras.
Mucho más recuerdo de Justo, no exagero si afirmo que no cabría en un libro. Amigo. compañero, Psicólogo y catedrático de experiencia y sabiduría popular. Si contabas con la ventura de su mano tendida, ¡qué fácil aferrarse a ella!. ¿Qué hubiera sido de mí, inocente colegiala del 55,sin él?.Sin duda, habría naufragado en aquel macromundo de hombres, donde las chicas podían contarse con los dedos de las manos.


Por algo mi sabio padre calmó mis temores, casi infantiles, ante lo desconocido del hecho universitario, con aquella aseveración:
“No te preocupes, allí está Justo”
¡Qué dicha haberle conocido!

12 diciembre, 2005

SIEMPRE.

Las hojas de los árboles permanecían en su sitio cuando él la recogió, con su “haiga” de película americana, para llevarla a aquel lugar, de baile y copas, que alegraba la Ciudad lineal. Después de tres boleros, Jana, se vio sorprendida por un intento de beso que rechazó con brusquedad. Un minuto de silencio y una original exclamación: “No me enfado porque tengo la seguridad de que tampoco lo haces con tu novio” (mentalidad años cincuenta).Reaccionó ella: “Sólo faltaba que te enfadases”

Compañeros de facultad, en aquel viejo y añejo caserón de San Bernardo que tanto saber almacenaba, su amistad era algo más que simple compañerismo. Resultaba fácil sorprender sus miradas por las aulas.Era el curso 57-58 cuando el novio formal de Jana, por motivos profesionales, permanecería durante nueve meses al otro lado del Atlántico. Conscientes de la dificultad de mantener un noviazgo en tales circunstancias, decidieron abrir un paréntesis hasta su regreso. La fidelidad no se propone ni se cuestiona, es innata y congénita.

Cesaron de bailar pero su conversación se prolongó hasta el anochecer. Ya en el coche, antes de abandonar el recinto, propuso él: “Voy a preguntarte algo y debes responder con sinceridad ya que no volveré a repetirlo”. La contestación de Jana, rotunda y decidida: “Sí”. Algo asombroso sucedió entonces. Le sintió emocionado, de manera extraña e irrelevante, por eso comprendió al instante, cómo el silencio de la noche había camuflado alguna básica palabra. Titubeando atajó sus planes de futuro: “Que únicamente dije sí a ser sincera en la respuesta”.Sólo un adiós interrumpió el mutismo en que él se sumergió hasta finalizar el curso.

Volvieron a encontrarse en una cafetería de la calle Narváez, propiedad de Alonso, jugador del Real Madrid, que no tardaría en ser absorbida por una sucursal bancaria. “Te esperaré siempre” fue su postrer declaración. Con ese respaldo, Jana, accedió al matrimonio. Años más tarde, un impulso incontrolable forzó su regreso con la intención de reclamar aquel “Siempre”, pero no pudo encontrarlo. Su autor, marido era ya de otra compañera de la que Jana no volvería a recordar su nombre.
¡Lástima!, se dijo, y decidió volver. Al fin y al cabo, haberse casado con el primer amor tenía sus ventajas. Es verdad que con el tiempo, cae la añoranza en paladas de tierra que intentan sepultar lo dormido como si estuviera muerto. Pero lo que añoras no es a otra persona amada, sino aquella forma de amar, joven y exaltada, explosión no contenida que todo lo inunda y todo supera.

Y, además, ¿quién puede creer en un ambiguo “Siempre”?
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