Las hojas de los árboles permanecían en su sitio cuando él la recogió, con su “haiga” de película americana, para llevarla a aquel lugar, de baile y copas, que alegraba la Ciudad lineal. Después de tres boleros, Jana, se vio sorprendida por un intento de beso que rechazó con brusquedad. Un minuto de silencio y una original exclamación: “No me enfado porque tengo la seguridad de que tampoco lo haces con tu novio” (mentalidad años cincuenta).Reaccionó ella: “Sólo faltaba que te enfadases”
Compañeros de facultad, en aquel viejo y añejo caserón de San Bernardo que tanto saber almacenaba, su amistad era algo más que simple compañerismo. Resultaba fácil sorprender sus miradas por las aulas.Era el curso 57-58 cuando el novio formal de Jana, por motivos profesionales, permanecería durante nueve meses al otro lado del Atlántico. Conscientes de la dificultad de mantener un noviazgo en tales circunstancias, decidieron abrir un paréntesis hasta su regreso. La fidelidad no se propone ni se cuestiona, es innata y congénita.
Cesaron de bailar pero su conversación se prolongó hasta el anochecer. Ya en el coche, antes de abandonar el recinto, propuso él: “Voy a preguntarte algo y debes responder con sinceridad ya que no volveré a repetirlo”. La contestación de Jana, rotunda y decidida: “Sí”. Algo asombroso sucedió entonces. Le sintió emocionado, de manera extraña e irrelevante, por eso comprendió al instante, cómo el silencio de la noche había camuflado alguna básica palabra. Titubeando atajó sus planes de futuro: “Que únicamente dije sí a ser sincera en la respuesta”.Sólo un adiós interrumpió el mutismo en que él se sumergió hasta finalizar el curso.
Volvieron a encontrarse en una cafetería de la calle Narváez, propiedad de Alonso, jugador del Real Madrid, que no tardaría en ser absorbida por una sucursal bancaria. “Te esperaré siempre” fue su postrer declaración. Con ese respaldo, Jana, accedió al matrimonio. Años más tarde, un impulso incontrolable forzó su regreso con la intención de reclamar aquel “Siempre”, pero no pudo encontrarlo. Su autor, marido era ya de otra compañera de la que Jana no volvería a recordar su nombre.
¡Lástima!, se dijo, y decidió volver. Al fin y al cabo, haberse casado con el primer amor tenía sus ventajas. Es verdad que con el tiempo, cae la añoranza en paladas de tierra que intentan sepultar lo dormido como si estuviera muerto. Pero lo que añoras no es a otra persona amada, sino aquella forma de amar, joven y exaltada, explosión no contenida que todo lo inunda y todo supera.
Y, además, ¿quién puede creer en un ambiguo “Siempre”?
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