AMIGOS
26 enero, 2006
CANDELA
Delgada, no a la manera actual, rubia, de pelo fino, rizado y enredado. No era la clásica gallega aunque procedía de Pontevedra. En sus ojos azules, apagados, resultaba imposible leer sus pensamientos. Fuimos grandes amigas pero no de salidas ni paseos. Nuestra amistad revestía un alto grado espiritual.
Cada mañana la esperaba camino del colegio. Y, en este instante, evoco el aire y el aroma de aquellas primaveras. Me veo otra vez de uniforme, apoyada en el mismo árbol de la colonia donde ella vivía. 7,45 de la mañana. La brisa y el sol luminoso compensan con creces el madrugón. El aroma de lilas de un jardín cercano, invade de forma alborotada mis recuerdos.
Nos gustaba llegar a las clases con antelación para hacer gimnasia por nuestra cuenta. Con objeto de que nadie nos viera desde las ventanas que asomaban al recreo, nos colocábamos detrás de la gruta de la Virgen de Lourdes. Alguién nos descubrió e inmediatamente nos condujo hasta la Directora, acusándonos de algo que nuestra mente inocente no podía entender y que con toda seguridad hoy día entenderíamos, dada la publicidad y el viso de naturalidad con que se revisten ese tipo de trasgresiones morales. pero entonces lloramos amargamente, hasta que la madre Superiora quiso conocer la clase de gimnasia que practicábamos. No pudo contener su risa ante nuestras explicaciones y salimos indemnes de tal acusación.
Poco después de este incidente, Candelita, así la llamaba yo, me confió una firme decisión:"En cuanto me autoricen mis padres me voy al noviciado de Sevilla". era de las pocas adolescentes que tenía muy definida su vocación, mientras las demas lucíamos una hermosa cabeza "a pájaros". A mediados de curso abandonó el colegio. oficialmente por motivos desconocidos pero yo intuía la típica reacción de temor paternal ante su deseo de ser monja.
Pasados los años, cuando las lilas volvieron a traerme su imagen, quise acercarme hasta su vivienda y,desde lejos, fui testigo de un total abandono. Ventanas atravesadas por esos maderos con que se clausuraban las casas deshabitadas. Una voz dijo a mi lado que alguna vez aparecía por allí una harapienta mendiga. Abandoné la colonia y los sueños de adolescencia inocentes y alegres. Con el desarraigo de una amistad definitivamente perdida, dirigí mis pasos al autobús que me llevaría al centro de Madrid.
La noche venía fría, a pesar de las lilas. No pude sentarme en el banco de espera porque una mujer dormía en él abrazada a una botella vacía. De pelo rubio, fino, rizado y enredado. ¿Serían sus ojos azules, apagados? Tuve miedo de comprobarlo y subí al autobús con esa pregunta apresada entre mis labios.
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