AMIGOS

21 mayo, 2009

UNA CASA DE LA POSGUERRA__II


El último de los varones y las dos niñas, Carmina y Ana, vinieron a este mundo entre aquellas cuatro paredes. Contaba mi madre que el doctor Botella, quien la asistía durante los embarazos, cuando llegaba la hora del parto enviaba a la comadrona y él aparecía inmediatamente después del mismo, como si hubiera estado aguardando tras de la puerta. Era esta una iniciativa del doctor para no verse obligado a pasarle la minuta por el alumbramiento, aunque siempre permanecía pendiente de acudir ante la menor emergencia.
Se daba la circunstancia de que, cuando llegaba ese momento, a Goyito y a mí nos dejaba mi padre en el metro de la estación de Goya para que, Rosa, la criada de mi abuela, nos recogiera en la de Cuatro Caminos y pasar unos días en su casa con ellas y mis dos tías. En el metro nos gustaba colocarnos en el primer vagón, justo al lado del conductor y mirar extasiados cómo la máquina iba dando luz, a medida que avanzaba, a la obscuridad de los túneles.
Del nacimiento de Carmina recuerdo dos detalles que ahora me parecen nimios, pero que permanecen fijos en la memoria:
uno que el conductor del metro era muy simpático y charlaba mucho con nosotros, al preguntarme que a donde íbamos yo contesté que a casa de Mamáuna (así llamábamos a mi abuela) y él quiso saber si teníamos dos mamás. Y el otro detalle es que al nacer mi hermana el 7 de Julio, mi hermano se empeñaba en que la llamasen Fermina, gracias a Dios no le hicieron caso. Lo curioso es que los niños de entonces no preguntábamos nunca nada, ni nada nos parecía cuestionable, ni siquiera nos extrañaba que, pasada una semana o diez días, al regresar a la casa paterna nos encontráramos con un miembro más en la familia.

A todas luces la vivienda se nos había quedado pequeña, pero los medios económicos de la época, 1940-50, eran escasos para una familia numerosa en la que el padre era funcionario de la Diputación Provincial y cuyos seis hijos estudiaban en colegios privados de religiosos, algo que para mi padre fue siempre preferente, de la misma manera que más tarde sería su empeño el matricularnos a sus tres hijas en la Universidad Complutense, sólo existía ella para él. Los varones tuvieron otras opciones al elegir distintas profesiones: el mayor Ingeniero de Minas y los dos siguientes Marinos de Guerra.

Mi padre, al no tener espacio para estudiar en Jorge Juán, acudía todas las tardes a un café llamado La Polar situado también en la misma calle, pero esquina a la llamada por entonces General Mola y hoy Príncipe de Vergara, por aquello de que Mola combatió en la guerra Civil al lado de Franco, detalle este derivado de las vicisitudes de la historia contemporánea. En dicho café mi padre terminó sus dos carreras universitarias Derecho y Ciencias Económicas. obteniendo en esta última el Primer premio Extraordinario de fin de carrera.

Cuando Julio y yo empezamos nuestro noviazgo y mi padre no quería saber nada de este asunto, solíamos pasear por aquella zona, los noviazgos de antaño se nutrían de paseo tras paseo, y como aquel café tenía un amplio escaparate, siempre nos parábamos ante él para contemplarle completamente enfrascado en sus apuntes y libros. Era una especie de reto para ver si levantaba la cabeza y nos veía. Nunca llegó a descubrirnos.

La distribución familiar de los dormitorios era un tanto peculiar, pero imagino que alguna razón especial debieron tener mis padres para realizarla así:
En el más amplio de ellos, se instaló una litera de dos camas donde dormían José luis y Juán José, y una cama de matrimonio en la que lo hacían mi madre con la pequeña de las niñas. En la habitación a la derecha del comedor había dos camas, una para mi padre y otra para mi hermana Carmina que siempre fue delicada de salud en su infancia. En el mismo comedor y en una cama mueble dormía mi hermano mayor, Goyito, y finalmente, en la que también daba a éste, éramos la muchacha y yo quienes teníamos el aposento. No se trataba de una criada corriente, era un miembro más de la familia que compartía con nosotros su vida y sus propios intereses. Su nombre Gregoria, Goya, de irresistible recuerdo para todos. De procedencia extremeña y una fidelidad inquebrantable, creo recordar que llegó a nosotros por medio de la fiel Rosa, más que inseparable servidora, amiga incondicional de mi abuela Elisa, a cuyo lado estuvo hasta que falleció, acompañándola en todos los destinos de mi abuelo Ingeniero Militar, tales como Melilla, Baleares... Durante un tiempo, Rosa, se alejo de mi abuela porque contrajo matrimonio, pero no tardaría en regresar, ya que su marido se volvió loco hasta llegar al suicidio. Con su pequeña hija Simona, que más tarde se haría enfermera, vivieron con MAMÁUNA y mis tías hasta su muerte.

Goya fue mí refugio en la adolescencia, desde aquel inolvidable día en que creí que la muerte llegaba a por mí. Y lo curioso es que, al evocarlo ahora, no puedo apartar de mi vista la misma imagen de niña empavorecida, enfrentándose al comienzo de su adolescencia, algo que ella ignoraba por completo. Al levantarme como cada día para ir al colegio y descubrir entre las sábanas aquel horror viscoso y rojo me encerré llorando en el cuarto de baño, del que no pensaba salir hasta que tirasen la puerta abajo y encontraran mi cadaver. Goya que ya debería haber descubierto el percance, insistía una y otra vez para que abriera la puerta, pero yo me negaba y lloraba sin parar. No sé como pudo convencerme para que la dejase entrar a mi lado. Cuando ella me explicó la causa natural de todo el drama, no pude ni sentirme aliviada porque llegué a pensar que ser mujer debía ser algo terrible cuando se manifestaba de aquella manera. Pasados los años, reconocí lo mucho que le debía a aquella omisión de mi madre, pues estuve bien alerta para adelantarme a la edad crucial de mis hijas, de la misma manera que había hecho antes con mis hermanas. Otra de las omisiones de mi querida madre, que en verdad era admirable en todo, pues en lo que ahora he mencionado no puedo culparla, ya que en ese terreno parecía ser lo usual en todas las familias, de las que entonces no me daba cuenta, fue aquella manía de vestirme de niña, tanto exterior como interiormente, cuando mis amigas ya utilizaban prendas adecuadas a su edad. Tuvo que pasar por Madrid mi tía política Josefina, a la que siempre quise con locura, para hacérselo notar. Aquel suceso de mi encontronazo con la edad adulta, más que el hecho de compartir habitación, fue lo que creó unos lazos de unión entre Goya y yo que sólo se rompieron cuando, al poco tiempo de trasladarnos a vivir a O'Donnell, decidió regresar a su pueblo. Ella, con su delantal blanco impoluto y almidonado, nos llevaba al Retiro a jugar y merendar, de manera invariable chocolate con pan.

En Jorge Juán tuve mi primera amiga, se llamaba Anita y vivía en el último piso por lo que tenían una amplia terraza, donde jugábamos mis hermanos Jose, Juán y yo con ella y sus dos hermanos, José Antonio y Benito. Creo recordar que los Acosta y nosotros éramos los únicos niños de la casa. Ella y yo parecíamos auténticas hermanas, pasábamos los días juntas y nada más llegar del colegio nos buscábamos una a la otra con impaciencia. En las viviendas de alrededor había otros muchos niños y niñas con los que formábamos pandilla para jugar en la calle, como era costumbre en la posguerra, pero no intimamos con ninguna de las demás.


La familia de nuestros amigos era sevillana y con una situación económica mucho más saludable que la nuestra. Tenían una agencia de transportes en Atocha, Auto-Andalucía, que fue creciendo vertiginosamente. Notaba yo esa diferencia en los bocadillos de pan con mantequilla que mi amiga tomaba a cualquier hora, cuya forma de huntarlos me dejaba perpleja: primero la repartía bien a lo largo de la rebanada para a continuación, cada vez que mordía un trozo volver a extender, por el sitio mordido, otra buena capa del sólido elemento derivado de la leche. En mi familia era mi madre la que elaboraba la mantequilla, a partir de la nata espesa y gruesa que se recogía cuando se hervía la leche; no tenía nada que ver con la fina telilla que se forma ahora al calentarla Aquello no me producía envidia alguna, a pesar de contemplar la cara de placer de mi amiga mientras devoraba aquella vianda, puesto que estaba segura que su exceso de peso del que siempre se quejaba, era el producto de tal sobrealimentación.

Los padres de Any, me trataban con mucho cariño y un verano me invitaron a veranear con ellos en Las Navas del Marques. Fueron unos días muy divertidos y animados, pues nos uníamos a otros niños del lugar, hacíamos excursiones por los riscos de las Navas y batallas emulando a los antiguos guerreros. De aquellos días guardo un pequeño recuerdo en la pierna derecha, una marca de color marrón ocasionada por un petardo que uno de los niños de la pandilla me encendió justo al lado.


La siguiente es una de las muchas fotos que conservo de aquel verano del año 1948. En ella aparecen, de izquierda a derecha: Un matrimonio amigo, Carmen, madre de Any a su lado, Any, sus hermanos Benito y José Antonio; más arriba, entre los dos niños, yo con las trenzas que mi amiga envidiaba y que tantos tirones tenía que sufrir cuando me las peinaba mi madre, mientras repasaba con ella las lecciones de catecismo; el niño más pequeño era hijo del otro matrimonio y hermano del Nico que aparece a su lado; las dos con delantal blanco eran las criadas de la familia, la de negro se llamaba Sebas y la otra Benita que casualmente era oriunda de Don Benito, localidad extremeña.





Mi amiga Anita, ya algo mayor.



Esta foto tan envejecida, lo mismo que yo, también es de aquel día de comida entre rocas y árboles en pleno campo.
Fuimos amigas inseparables a pesar de las diferencias que existían entre nosotras que éramos completamente distintas, este fenómeno siempre me ha sorprendido, pues a lo largo de mi vida nunca tuve una amiga que se me pareciera o tuviera la misma visión de la vida e ideales semejantes a los míos. Ella estudiaba en el Liceo Francés y como sus padres no solían practicar la religión Any tampoco compartía conmigo esa práctica, lo que no impedía para nada nuestra gran unión.

Cuando abandonamos la casa de Jorge Juán nuestra amistad fue poco a poco enfriándose, aunque nos veíamos de vez en cuando y siempre nos felicitábamos por nuestro cumpleaños. Asistí a su boda en la que ella, desde niña, tenía pensado el Vals del Emperador como apertura del baile y así se realizó. A mí me gustaba más el Danubio Azul, pero me quedé sin ninguno al decidir una boda corta para salir esa misma noche de viaje en tren hacia Barcelona y aguardar allí el barco a Baleares.


En otro post, concretamente en el de "Un amigo como aquel" ya he narrado como fue nuestro cambio de vivienda a la calle O'Donnell por lo que ahora no lo voy a repetir. Simplemente decir que sucedió en 1950, cuando estaba apunto de cumplir 15 años, precisamente en ese cambio conocí a mi amigo, vecino también, con el que hablaba en las noches de balcón a balcón y que siendo chico fue sustituyendo a mi amiga entrañable.


En esta fotografía puede verse en lo que se convirtió nuestra casa de la posguerra: "Academía Goyo", famosa en la Universidad Complutense de la calle de San Bernardo, por aquel slogan que inventaron los propios alumnos:

"El muerto al hoyo y el vivo al Goyo", el hoyo eran los suspensos de nuestro profesor de Teoría Económica, don José Castañeda del que ya he hablado ampliamente y Goyo, por supuesto mi padre, sin cuyas clases particulares pocos economistas de aquella época hubieran terminado la carrera, algunos, entre otros, tan famosos como Isidoro Alvarez dueño del Corte Inglés, Alfonso Rojo exgobernador del banco de España y por supuesto mi compañero y amigo, Ramón Tamames hoy considerado ilustre economista.



La foto que encabeza este post sobre la casa de la posguerra, era la segunda de familia numerosa realizada mientras vivíamos en ella y la que aparece a continuación, fue la primera hecha en el cuarto de estar de la calle O'Donnell. En ella un elemento de tortura inustituible, para mí que no para ningun otro de mis cinco hermanos, chicas incluídas, la pizarra donde mi padre nos explicaba las matemáticas.



Para terminar, añadir que en la estrechez de aquella vivienda fuimos todos inmensamente felices. Mi madre, Puri para los amigos y familia, poco antes de morir confesaba que en aquel hogar pasó los años más felices de su vida, con restricciones de agua y luz, con las cartillas de racionamiento para comprar el pan, con la escasez de aceite, con las legumbres plagadas de bichos que entre ella y Goya iban expurgando una a una, con los lavados en la tabla de madera que se colocaba en el fregadero, con los circuitos que mis hermanos pintaban en el suelo del pasillo con una tiza, para jugar a las carreras de chapas o al futbol y con ese largo etcétera de privaciones que formó parte de una infancia relajada y alegre, en la que los niños vivíamos ajenos a lo que sucedía a nuestro alrededor, sin radio, sin televisor...Nuestro mejor regalo eran aquellos tebeos que nuestros padres nos pasaban por debajo de la puerta de la calle, cuando volvían de Misa cada domingo:
El Guerrero del Antifaz (mi preferido) Roberto y Pedrín, El Hombre Enmascarado , Chicas, para mí que me gustaban más los de mis hermanos... Aseguraban nuestros progenitores que ellos no los compraban, sino que era una mano misteriosa la que cada semana nos traía esa sorpresa. Dichosos y confiados, simplemente con lo necesario para vivir y formarnos en buenos colegios, gracias a la generosidad de mis padres que debieron privarse de muchas necesidades.

Y con la seguridad más absoluta de que España y los españoles éramos lo mejor del mundo.

13 mayo, 2009

UNA CASA DE LA POSGUERRA _I


No recuerdo exactamente cuando comenzamos a vivir en ella. El alcance de mi memoria se proyecta en tiempo pasado hacía los cinco o seis años de vida. En otro blog ya he contado que nací en un Madrid de pricipios de la Guerra civil, concretamente el 27 de noviembre de 1936, día de La Milagrosa por lo que en el Bautismo, a manos de mi padre por la persecución contra todo acto religioso durante la contienda por parte de los comunistas, socialistas, republicanos, llámense como se quiera..., me pusieron ese bendito nombre. Siete días antes José Antonio Primo Rivera, fundador de la Falange, cayó fusilado en la carcel de Alicante.



Mi nacimiento no fue en la vivienda de la que voy a hablar, sino en la calle Antonio Acuña, en un edificio cercano a la salida lateral del cine Tívoli, ya desaparecido y donde dieciocho años más tarde recibí la primera declaración formal del que sigue siendo mi marido, por la Gracia de Dios. Este hogar era el de mi tía Nisia, hermana de mi madre, al que tuvieron que acogerse por haber sido su casa de la calle Ferraz bombardeada, donde, como escribí en otra entrada, perdieron casi todas sus pertenencias de recien casados. Nisia era una de las cinco hermanas de mi madre, cuyo verdadero nombre, por aquella costumbre de bautizar a los hijos con el santo del día, era Dionisia estaba casada con Alfonso Manso, padres de mi prima Sara. Alfonso tenía un título nobiliario del que en estos momentos no recuerdo su denominación, pero sí que el escudo era la imagen de dos machos cabríos enzarzados por los cuernos, algo que siempre, a mis hermanos y a mí, nos hizo mucha gracia.
Por referencias maternas sé que de aquella casa pasamos a vivir a la de mi abuela Elisa, pero no conozco el tiempo que permanecimos allí, debió de ser hasta el final de la guerra, cuando yo había cumplido ya los tres años.

La casa de la posguerra estaba situada en la calle Jorge Juan 76 y era un primer piso interior que daba a un patio abierto por donde entraba el Sol y la luz como en los exteriores. Mis primeros recuerdos en él son de enfermedad continua de amígdalas por lo que siempre permanecía en la cama que era como entonces se curaban las enfermedades, más aquellos toques horrorosos en la garganta con un algodon impregnado en yodo o algo parecido. Para mis hermanos, en principio sólo éramos cuatro entre los cuales yo la única niña dueña y señora de todos los mimos, encontrarme levantada cuando regresaban del colegio era una auténtica sorpresa. Tengo una imagen grabada, de risas y algarabía de un día en el que me sentó mi madre en un sillón de paja detrás de la puerta de la cocina para que ellos me descubrieran al llegar. El calor que desprendía aquel fogón de carbón era en verdad un auténtico refugio. Efectivamente fue un verdadero jolgorio cuando ellos me vieron allí.



Al poco tiempo de este suceso que por minúsculo no debía ni recordar, nos operaron de la garganta a mi hermano Goyo y a mí, de aquella manera en vivo que era costumbre y con la que quedabas traumatizada para el resto de la infancia. Mi hermano, más estoico que yo, soportó con valentía aquel asalto, mientras que mis gritos debieron oirse en el todo Madrid. Luego venían los regalos para compensarte y entretenerte durante la convalecencia. A mí: muñeca y cacharritos de cocina y a Goyito una preciosa plaza de toros, con toreros y morlaco, que él y yo aún recordamos y con la que jugábamos los dos. Construída con todo detalle por un compañero de mi padre, funcionario como él de la Diputación Provincial madrileña, cuyo apellido, por el que siempre le nombrábamos, era Nebó.

Por el motivo de mi constante enfermedad no entré en el colegio hasta los nueve años y fue mi padre quien me enseñó a leer y los prmeros conocimientos de aritmética para, en 1945, incorporarme al Real Colegio de Nuestra Señora de Loreto, de la calle O'Donnell. Allí me matricularon para el preparatorio de ingreso al Bachillerato y realizar mi Primera Comunión.


Esta es la foto de menor edad que conservo. El vestido era de piqué blanco, con bordados en azul marino. Me acuerdo mucho de ese vestido que me encantaba













Mi primera Comunión,en el patio del colegio. 27 de mayo de 1945, día de la Santísima Trinidad.
Recibimos el sagrado Cuerpo de Cristo de manos del Nuncio de su Santidad Monseñor Cicognani



Típica foto de colegiala de aquellos años.














Como me estoy desviando de la idea inicial que era la de explicar como era aquella casa de la posguerra española en la que vivimos hasta el año 1950, retomo la narración.

Sobre la calle de Jorge Juán ya he escrito en el post de la Irunada I, contando todo lo que de ella recuerdo, por lo que ahora me voy a centrar en la vivienda.
Situada en el número 76 de dicha calle, el piso era lo que antes se llamaba entresuelo, ahora sería un primero. En la puerta frente a la nuestra vivía Manuel Pérez, un sastre muy agradable que así se anunciaba en el balcón con un gran cartelón. Años más tarde, cuando la casa se transformó en la Academia de mi padre, tuvo él un alumno con el mismo nombre, lo que era un motivo constante de tomadura de pelo entre el resto de compañeros.


La puerta de la vivienda era de madera obscura con un enrejado de hierro forjado y cristal que se abría por dentro como mirilla, pero de un tamaño tan grande que cualquier extraño hubiera podido meter un brazo para atacarte. Cómo sería que fue motivo de mis pesadillas durante años y años, pasada ya la adolescencia y parte de la juventud. La entrada era amplia, casi como una de las habitaciones, y en ella, cuando pasaron los primeros años de precariedad, mis padres instalaron una especie de cuarto de estar con dos butacas de tipo colonial, una de las cuales aún conservo yo y un mueble librería que también ha pasado a ser de mi propiedad. Al fondo se encontraba una caldera de la que salían todas las tuberías por las que se transmitía el calor al resto de la casa. Se alimentaba de leña y carbón, pero no se mantenía muchas horas encendida por el gasto que aquello suponía. Mis hermanas y yo, cuando ya habían nacido Mary Carmen y Ana Mary, solíamos sentarnos en el suelo, al lado de la criada que nos enseñaba a hacer jersecitos de punto para las muñecas. Pero lo que más me gustaba era abrir la puertecita de la caldera y arrojar entre las llamas la piel de las naranjas Wasing con aquel olor tan especial que aún retengo en mi olfato. La piel chisporreteaba entre el fuego y su aroma se extendía por toda la casa. Esta es una imagen que permanece unida a aquellos años que dicen fue de extremada penuria, pero que los niños no fuimos nunca conscientes de ello y sólo ahora te das cuenta, simplemente por comparación con el nivel de vida que se ha ido adquiriendo. Esto es algo que siempre me ha indignado porque se tiene la mala costumbre de evocar aquella época desde el prisma de la actual y todo aparece entonces como lúgubre, tenebroso y carente de alegría, sin embargo, no es así como yo lo memorizo.



las dos habitaciones más amplias de la casa, en contraposición a las construcciones modernas, eran la cocina y el cuarto de baño.
El suelo de toda la vivienda, de baldosas oscuras en tono granate con un dibujo blanco como de flores o motivos tipo romanos. El pasillo corto y en ángulo, daba de frente al comedor y a la derecha a la cocina, baño y una habitación. Por el comedor se pasaba a dos dormitorios uno de frente y otro a la derecha. Todas eran habitaciones cuadradas y de tamaño mediano, tal vez grande en comparación con la mayoría de las actuales.

CONTINUARÁ
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