Uno de los privilegios del otoño madrileño que yo conocía, era su cielo limpio, sin nubes, sin contaminación. No había pintor capaz de plasmar en un cuadro aquel azul intenso que se reflejaba hasta en las copas de los árboles que ya amarilleaban. Una vez pasados los calores del verano, que eso sí, veranos como aquellos no se han vuelto a producir, a pesar del tan traído tema del calentamiento global. Superados también los sudores de la repesca de septiembre, los pulmones se esponjaban de nuevo y el corazón recuperaba su ritmo normal.
La foto es más antigua, pero la fachada de la Universidad era igual en 1955, ahora el edificio que ha pasado a la Comunidad de Madrid se ha remozado y pintado de color granate
Universidad Central
El reencuentro con los compañeros que aterrizaban en la Facultad de Económicas situada entonces en la Universidad Central, en el viejo caserón de la calle San Bernardo, desde los lugares de su residencia, era el gran aliciente del comienzo de curso. Ese intercambio de vivencias, distintas a las propias de cada uno, enriquecía de manera espectacular la vida de todos. El hecho de que en la capital de España confluyeran todas las carreras universitarias, mientras que en pocos lugares se contaba con estudios superiores, transformaba Madrid en auténtico hervidero de estudiantes. Es cierto que este hecho, obligaba a no pocos padres a realizar verdaderos esfuerzos para que sus hijos obtuvieran un título universitario. Dos cuestiones motivaban ese empeño: la primera, la satisfacción paterna por lograr que el hijo superase su propia formación. Y la segunda el dato alentador de que, con anterioridad a la consecución del título, era frecuente una amplia oferta de trabajo para cualquier estudiante que se encontrase en aras de finalizar sus estudios.
También es verdad, que la profusión de familias numerosas, como la mía, hacía posible que muchas de ellas pudieran verse libres de las tasas de matrícula o al menos notablemente disminuidas según el número de hijos. Ciertamente esto aún se mantiene. Los libros se sustituían por lo general y dependiendo de cada carrera, por los propios apuntes o los adquiridos a módico precio a los bedeles. Yo sostengo, porque lo he vivido, que estudiar en la Universidad de aquella época no era un privilegio de ricos y sin embargo, me las he visto moradas, más tarde, para la compra de los libros de mis hijos aunque las matrículas fueran gratuitas.
Hay que reconocer que, para muchas familias, el mantener a sus hijos en la capital suponía un gran esfuerzo económico en cuestión de residencia. Junto a ellos se sentaban en las aulas ciertos "niños de papá", mejor dicho, más bien no se sentaban porque nunca llegaban a sacar brillo a los bancos corridos y vetustos de las aulas, con sus ilustres posaderas. Para éstos las carreras resultaban mucho más largas. Algunos conocí que las duplicaban en años. Otros, a poco que manejasen la guitarra o la bandurria, incluso la pandereta, y si no se les escapaban demasiados gallos de la garganta, se transformaban en Tunos in aeternum. Aquellas cintas de colores, en teoría dedicadas por el enamoramiento de alguna jovencita, lo que se dice, en la práctica, eran bastantes menos que las que adornaban sus capas. Los célebres e inmensos almacenes de Pontejos, cuya existencia aún perdura dispensaban cantidades ingentes de dichas cintas de todos los colores. Algunos eran verdaderos artistas al decorarlas con distintos nombres de mujer e incluso frases sugerentes y sugestivas. El espaldarazo lo recibían de los más antiguos nombrándoles tunos, como quien dice, de por vida.
Algo a lo que no puedo acostumbrarme es a la integración de la mujer de hoy en alguna tuna. Comprendo que no debía discriminar de esta manera, pero no me cuadra que la mujer ronde al hombre o a otras mujeres bajo los balcones.
Como decía anteriormente, algunos de estos alumnos pudientes, sin necesidad de pertenecer a la Tuna, solían duplicar los años de alumnado sin ninguna clase de escrúpulo. Entre los tunos era frecuente que al finalizar el curso, independientemente de los resultados y una vez arremangadas las mangas del típico traje negro emprendieran la aventura veraniega por los paises de Europa, de manera preferente Italia. Con las notas de sus instrumentos, unos en conjunto y alguno que otro por libre, recorrían los lugares sin más emulumento que el gracioso pase de gorra. ¿Ahora caigo!, la célebre frase "Vivir de gorra", debe proceder de esta gratificante acción tunera. Aunque bien pensado, en los primeros tiempos de la civilización ya los gitanos y la cabra usaban de tales artes.
Las anécdotas con que a su regreso, reales o fruto de la imaginación, ilustraban nuestros ratos libres, eran francamente variopintas. Podía entenderse de esta manera su escasa prisa por terminar la carrera.
He de reconocer que lo más enriquecedor de la Universidad que yo viví, a parte de los estudios tan distintos en la forma y el fondo del colegio, fue aquella simbiosis entre los alumnos procedentes de los más diversos lugares de España; compañerismo y amistad auténticos, sin distinción de procedencia ni de categoría social. Aquellos que arribaban a Madrid desde su aldea, no tardaban en adquirir ese aire cosmopolita que ya tenía nuestra ciudad y por otro lado el madrileño de pura cepa, aprendía de ellos sencillez, naturalidad y maneras más cercanas de vivir la vida. En cuanto al amplio abanico de diversiones que ofrecía la capital prefiero no mencionar de momento.
Retomando el tema de la Tuna, me faltaba añadir que tampoco su esencia y presencia, a pesar de lo que se ha especulado en las películas de la época, no era en verdad tan puramente romántica como pudiera parecer. Si tenías la suerte de que acudieran a rondarte, el jamoncito, el champán y el aguinaldo, descabalaban cualquier presupuesto familiar de clase media.
Por cierto, el que hoy sigue al pie del cañon de mis manías y cambios de humor, para eso es mi marido actual y de toda la vida, ha creado una especie de aureola sobre mí, de esas que frecuentemente se forjan los hombres con la ilusión de: "me llevé la mejor". Contaré un simple detalle que avala esta afirmación. Años lleva empeñado en que aquel dichoso, de dicha, día, la tuna se desvivió cantándome aquello de : "Se va, se va, se va...( No creo que nadie de estos páramos lo recuerde). Mi intención, a estas alturas de la vida, no es la de desengañarle. Prefiero que siga creyéndose lo que venía después del "se va..."la chica más guapa del barrio, la más bonita de la Universidad". Que conste que no lo hago por mí, sé a ciencia cierta que no podría soportar el trauma si le digo que no llegaron a tanto. Según mis recuerdos después de Clavelitos y "Asómate, asómate al balcón carita de azucena", no hubo nada más.
Balcón sí teníamos. Balcón que mi deseo de anclaje en la época feliz de la irresponsabilidad; toda la que te permitían las denostadas dictaduras existentes como, la de un gobierno franquista, unos profesores con autoridad y unos padres que velaban celosamente por tí, ha sublimado excesivamente.
El otoño madrileño eran los largos paseos, desde San Bernardo, abriéndonos a la Gran Vía, no tan inhóspita como la actual, y enfilándo hacia Cibeles para llegar a la Puerta de Alcalá y atrevesar esa otra puerta principal del Retiro. Y en pleno centro de Madrid, de un sólo golpe se te entraba por la boca, a lo más hondo, de una manera física y anímica a la vez, la naturaleza en pleno; con todos sus olores y colores. Entraba y anidaba en tí más allá del portal de tu hogar en la calle O'Donnell. Es más, sin pecar de exagerada creo que aún hoy, restos de aquellas sensaciones y aromas han quedado retenidas para siempre en mis cinco sentidos. Por eso ahora, que la lluvía en Madrid ha inundado de nostalgia el Otoño, se agolparon juntos los años, la música de la Tuna y los aromas de un tiempo que se fue y no puede volver. Por más que yo lo desee, y por más que intente plasmarlo y capturarlo para siempre, una y otra vez, en este blog.
Postales antiguas con la Tuna